Mientras Sreyleak Luch conducía hacia su trabajo la mañana del 8 de febrero por las concurridas y soleadas calles del delta del río Mekong, en Camboya, iba escuchando los mensajes de voz que su equipo le había enviado la noche anterior. El estado de salud de un chico de nueve años al que atendía se había deteriorado mucho y lo habían intubado, informó uno de los médicos. Luch se preguntó qué habría podido provocar que el chico empeorara tan rápido.
“Y luego pensé: el H5N1”, recordó. “Podría ser influenza aviar”.
Tan pronto como llegó al espacioso pabellón infantil de color amarillo del hospital provincial de Kratié, le preguntó al padre del niño si la familia había tenido contacto con alguna ave de corral enferma o muerta. El padre admitió que hacía algunos días habían encontrado muerto a su gallo y que la familia se lo había comido.
Luch les contó su teoría a sus colegas, cuyas respuestas oscilaron entre las dudas y la incredulidad: nunca se había reportado un caso de influenza aviar en seres humanos en esa parte de Camboya oriental. Le advirtieron que si activaba el sistema de alerta de influenza aviar, tal vez intervendrían los altos funcionarios del gobierno. Corría el riesgo de hacer el ridículo, o algo peor.
Nerviosa, pero cada vez más segura, Luch llamó al departamento de salud pública de la localidad, el cual estaba al otro lado de la calle. En unos cuantos minutos, llegó un equipo a tomar una muestra del niño, Virun Roeurn, para hacerle una prueba de laboratorio.
Para ese momento, los angustiados padres del niño ya no confiaban en ese hospital y solicitaron que lo trasladaran en ambulancia a la capital, Phnom Penh. También se llevaron el hisopo con la muestra.
Virun falleció en el trayecto. A las 8 p. m., el Laboratorio Nacional de Salud Pública de Camboya confirmó la sospecha de Luch: el chico había muerto como consecuencia de una influenza aviar muy patógena.
Agencias.